Octavio Paz, fue, sin duda, uno de los más célebres intelectuales latinoamericanos del siglo pasado. Los siguientes ensayos tratan de reflejar los complejos tramas abordados por el insigne escritor.
Ensayo «El laberinto de la soledad» de Octavio Paz (Fragmento)
Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro, máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación. Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni siquiera se atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de esas almas cargadas de electricidad. Atraviesa la vida como desollado; todo puede herirle, palabras y sospecha de palabras. Su lenguaje está lleno de reticencias, de figuras y alusiones, de puntos suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco iris súbitos, amenazas indescifrables. Aun en la disputa prefiere la expresión velada a la injuria: «al buen entendedor pocas palabras». En suma, entre la realidad y su persona se establece una muralla, no por invisible menos infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos, también, de sí mismo.
El lenguaje popular refleja hasta qué punto nos defendemos del exterior: el ideal de la «hombría» consiste en no «rajarse» nunca. Los que se «abren» son cobardes. Para nosotros, contrariamente a lo que ocurre con otros pueblos, abrirse es una debilidad o una traición. El mexicano puede doblarse, humillarse, «agacharse», pero no «rajarse», esto es, permitir que el mundo exterior penetre en su intimidad. El «rajado» es de poco fiar, un traidor o un hombre de dudosa fidelidad, que cuenta los secretos y es incapaz de afrontar los peligros como se debe. Las mujeres son seres inferiores porque, al entregarse, se abren. Su inferioridad es constitucional y radica en su sexo, en su «rajada», herida que jamás cicatriza.
El hermetismo es un recurso de nuestro recelo y desconfianza. Muestra que instintivamente consideramos peligroso al medio que nos rodea. Esta reacción se justifica si se piensa en lo que ha sido nuestra historia y en el carácter de la sociedad que hemos creado. La dureza y la hostilidad del ambiente —y esa amenaza, escondida e indefinible, que siempre flota en el aire— nos obligan a cerrarnos al exterior, como esas plantas de la meseta que acumulan sus jugos tras una cáscara espinosa. Pero esta conducta, legítima en su origen, se ha convertido en un mecanismo que funciona solo, automáticamente. Ante la simpatía y la dulzura nuestra respuesta es la reserva, pues no sabemos si esos sentimientos son verdaderos o simulados. Y además, nuestra integridad masculina corre tanto peligro ante la benevolencia como ante la hostilidad. Toda abertura de nuestro ser entraña una disminución de nuestra hombría.
Nuestras relaciones con los otros hombres también están teñidas de recelo. Cada vez que el mexicano se confía a un amigo o a un conocido, cada vez que se «abre», abdica. Y teme que el desprecio del confidente siga a su entrega. Por eso la confidencia deshonra y es tan peligrosa para el que la hace como para el que la escucha; no nos ahogamos en la fuente que nos refleja, como Narciso, sino que la cegamos. Nuestra cólera no se nutre nada más del temor de ser utilizados por nuestros confidentes —temor general a todos los hombres— sino de la vergüenza de haber renunciado a nuestra soledad. El que se confía, se enajena; «me he vendido con Fulano», decimos cuando nos confiamos a alguien que no lo merece. Esto es, nos hemos «rajado», alguien ha penetrado en el castillo fuerte. La distancia entre hombre y hombre, creadora del mutuo respeto y la mutua seguridad, ha desaparecido. No solamente estamos a merced del intruso, sino que hemos abdicado.
Todas esas expresiones revelan que el mexicano considera la vida como lucha, concepción que no lo distingue del resto de los hombres modernos. El ideal de hombría para los otros pueblos consiste en una abierta y agresiva disposición al combate; nosotros acentuamos el carácter defensivo, listos a repeler el ataque. El «macho» es un ser hermético, encerrado en sí mismo, capaz de guardarse y guardar lo que se le confía. La hombría se mide por la invulnerabilidad ante las armas enemigas o ante los impactos del mundo exterior. El estoicismo es la más alta de nuestras virtudes guerreras y políticas. Nuestra historia está llena de frases y episodios que revelan la indiferencia de nuestros héroes ante el dolor o el peligro. Desde niños nos enseñan a sufrir con dignidad las derrotas, concepción que no carece de grandeza. Y si no todos somos estoicos e impasibles —como Juárez y Cuauhtémoc— al menos procuramos ser resignados, pacientes y sufridos. La resignación es una de nuestras virtudes populares. Más que el brillo de la victoria nos conmueve la entereza ante la adversidad.
La preeminencia de lo cerrado frente a lo abierto no se manifiesta sólo como impasibilidad y desconfianza, ironía y recelo, sino como el amor a la forma. Ésta contiene y encierra a la intimidad, impide sus excesos, reprime sus explosiones, la separa y aísla, la preserva. La doble influencia indígena y española se conjugan en nuestra predilección por la ceremonia, las fórmulas y el orden. EL mexicano, contra lo que supone una superficial interpretación de nuestra historia, aspira a crear un mundo ordenado conforme a principios claros. La agitación y encono de nuestras luchas políticas prueba hasta que punto las nociones jurídicas juegan un papel importante en nuestra vida pública. Y en la de todos los días el mexicano es un hombre que se esfuerza por ser formal y que muy fácilmente se convierte en formulista. Y es explicable. El orden —jurídico, social, religioso o artístico— constituye una esfera segura y estable. En su ámbito basta con ajustarse a los modelos y principios que regulan la vida; nadie, para manifestarse, necesita recurrir a la continua invención que exige una sociedad libre. Quizá nuestro tradicionalismo —que es una de las constantes de nuestro ser y lo que le da coherencia y antigüedad a nuestro pueblo— parte del amor que profesamos a la forma.
Las complicaciones rituales de la cortesía, la persistencia del humanismo clásico, el gusto por las formas cerradas en la poesía (el soneto y la décima por ejemplo), nuestro amor por la geometría en las artes decorativas, por el dibujo y la composición en la pintura, la pobreza de nuestro romanticismo frente a la excelencia de nuestro arte barroco, el formalismo de nuestras instituciones políticas y, en fin, la peligrosa inclinación que mostramos por la fórmulas —sociales, morales y burocráticas—, son otras tantas excepciones de esta tendencia de nuestro carácter. El mexicano no sólo no se abre; tampoco se derrama.
A veces las formas nos ahogan. Durante el siglo pasado los liberales vanamente intentaron someter la realidad del país a la camisa de fuerza de la Constitución de 1857. Los resultados fueron la Dictadura de Porfirio Díaz y la Revolución de 1857. En cierto sentido la historia de México, como la de cada mexicano, consiste en una lucha entre las formas y fórmulas en que se pretende encerrar a nuestro ser y las explosiones con que nuestra espontaneidad se venga. Poca veces la forma ha sido una creación original, un equilibrio alcanzado no a expensas sino gracias a la expresión de nuestros instintos y quereres. Nuestras formas jurídicas y morales, por el contrario, mutilan con frecuencia a nuestro ser, nos impiden expresarnos y niegan satisfacción a nuestros apetitos vitales.
La preferencia por la forma, inclusive vacía de su contenido, se manifiesta a lo largo de la historia de nuestro arte, desde la época precortesiana hasta nuestros días. Antonio Castro Leal, en su excelente estudio sobre Juan Ruiz de Alarcón, muestra cómo la reserva frente al romanticismo —que es, por definición, expansivo y abierto— se expresa ya en el siglo XVIII, esto es, antes de que siquiera tuviésemos conciencia de nacionalidad. Tenían razón los contemporáneos de Juan Ruiz de Alarcón al acusarlo de entrometido, aunque más bien hablasen de la deformidad de su cuerpo que de la singularidad de su obra. En efecto, la porción más característica de su teatro niega al de sus contemporáneos españoles. Y su negación contiene, en cifra, la que México ha opuesto siempre a España. El teatro de Alarcón es una respuesta a la vitalidad española, afirmativa y deslumbrante en esa época, y que se expresa a través de un gran Sí a la historia y a las pasiones. Lope exalta el amor, lo heroico, lo sobrehumano, lo increíble; Alarcón opone a estas virtudes desmesuradas otras más sutiles y burguesas: la dignidad, la cortesía, el estoicismo melancólico, un pudor sonriente. Los problemas morales interesan poco a Lope, que ama la acción, como todos sus contemporáneos. Más tarde Calderón mostrará el mismo desdén por la psicología; los conflictos morales y las oscilaciones, caídas y cambios del alma humana sólo son metáforas que transparentan un drama teológico cuyos dos personajes son el pecado original y la Gracia divina. En las comedias más representativas de Alarcón, en cambio, el cielo cuenta poco, tan poco como el viento pasional que arrebata a los personajes lopescos. El hombre, nos dice el mexicano, es un compuesto y el mal y el bien se mezclan sutilmente en su alma. En lugar de proceder por síntesis, utiliza el análisis: el héroe se vuelve problema, En varias comedias se plantea la cuestión de la mentira; ¿hasta qué punto el mentiroso de veras miente, de veras se propone engañar?; ¿no es él la primera víctima de sus engaños y no es a sí mismo a quien engaña? El mentiroso se miente a sí mismo: tiene miedo de sí. Al plantearse el problema de la autenticidad, Alarcón anticipa uno de los temas constantes de reflexión del mexicano, que más tarde recogerá Rodolfo Usigli en El gesticulador.
Ensayo «La llama doble» de Octavio Paz (Fragmento)
La realidad sensible siempre ha sido para mí una fuente de sorpresas. También de evidencias. En un lejano artículo de 1940 aludí a la poesía como «el testimonio de los sentidos». Testimonio verídico: sus imágenes son palpables, visibles audibles. Cierto, la poesía está hecha de palabras enlazadas que despiden reflejos, visos y cambiantes: ¿lo que nos enseña son realidades o espejismos? Rimbaud dijo: Et j’ai vu quelquefois ce que l’homme a cru voir. Fusión de ver y creer. En la conjunción de estas dos palabras está el secreto de la poesía y el de sus testimonios: aquello que nos muestra el poema no lo vemos con nuestros ojos de carne sino con los del espíritu. La poesía nos hace tocar lo impalpable y escuchar la marea del silencio cubriendo un paisaje devastado por el insomnio. El testimonio poético nos revela otro mundo dentro de este mundo, el mundo otro que es este mundo. Los sentidos, sin perder sus poderes, se convierten en servidores de la imaginación y nos hacen oír lo inaudito y ver lo imperceptible. ¿No es esto, por lo demás, lo que ocurre en el sueño y en el encuentro erótico? Lo mismo al soñar que en el acoplamiento, abrazamos fantasmas. Nuestra pareja tiene cuerpo, rostros y nombre pero su realidad real, precisamente en el momento más intenso del abrazo, se dispersa en una cascada de sensaciones que, a su vez, se disipan. Hay una pregunta que se hacen todos los enamorados y en ella se condensa el misterio erótico: ¿quién eres? Pregunta sin respuesta…. Los sentidos son y no son de este mundo. Por ellos, la poesía traza un puente entre el ver y el creer. Por ese puente la imaginación cobra cuerpo y los cuerpos se vuelven imágenes..
Ensayo Postdata de Octavio Paz. (Fragmento)
Olimpiada y Tlatelolco (1969)
Mil novecientos sesenta y ocho fue un año axial: protestas, tumultos y motines en Praga, Chicago, París. Tokio, Belgrado, Roma, México, Santiago…De la misma manera que las epidemias medievales no respetaban ni las fronteras religiosas ni las jerarquías sociales, la rebelión juvenil anuló las clasificaciones ideológicas. A esta espontánea universidad de la protesta correspondió una reacción no menos espontánea y universal: invariablemente los gobiernos atribuyeron los desórdenes a una conspiración del exterior. Aunque los supuestos y secretos inspiradores fueron casi los mismos en todas partes, en cada país se barajaron sus nombres de manera distinta. A veces hubo curiosas, involuntarias coincidencias; por ejemplo, lo mismo para el gobierno de México que para el Partido Comunista Francés. Los estudiantes estaban movidos por agentes de Mao y de la CIA. También fue notable la ausencia o, en el caso de Francia, la reticencia, de la clase tradicionalmente considerada como revolucionaria per se: el proletariado; los únicos aliados de los estudiantes han sido hasta ahora los grupos marginales que la sociedad tecnológica no ha podido o no ha querido integrar. Es claro que no estamos ante un recrudecimiento de la lucha de clases sino ante una revuelta de esos sectores que, de un modo permanente o transitorio, la sociedad tecnológica ha colocado al margen. Los estudiantes pertenecen a la segunda de estas categorías. Además es el único grupo realmente internacional; todos los jóvenes de los países desarrollados son parte de la subcultura juvenil internacional, producto a su vez de una tecnología igualmente internacional.
Entre todos los sectores desafectos, el estudiantil es el más inquieto y, con la excepción de los negros norteamericanos, el más exasperado. Su exasperación no brota de condiciones de vida particularmente duras sino de la paradoja en que consiste ser estudiante: durante los largos años que pasan aislados en universidades y escuelas superiores, los muchachos y muchachas viven en una situación artificial, mitad como reclusos privilegiados y mitad como irresponsables peligrosos. Añádase la aglomeración extraordinaria en los centros de estudio y otras circunstancias bien conocidas y que operan como factores de segregación: seres reales en un mundo irreal. Es verdad que la enajenación juvenil no es sino una de las formas (y de las más benévolas) de la enajenación que impone a todos la sociedad tecnológica. También lo es que, debido a la irrealidad misma de su situación, habitantes de una suerte de laboratorio en donde no rigen del todo las reglas de la sociedad de afuera, los estudiantes pueden reflexionar sobre su estado y, así mismo, sobre el del mundo que los rodea. La universidad es, a un tiempo, el objeto y la condición de la crítica juvenil. El objeto de la crítica porque es una institución que segrega a los jóvenes de la vida colectiva y que así, en esa segregación, anticipa en cierto modo su futura enajenación; los jóvenes descubren que la sociedad moderna fragmenta y separa a los hombres: el sistema no puede, por razón de su naturaleza misma, crear una verdadera comunidad. La condición de la crítica porque, sin la distancia que establece la universidad entre los jóvenes y la sociedad exterior, no habría posibilidad de crítica y los estudiantes ingresarían inmediatamente en el circuito mecánico de la producción y el consumo. Contradicción insalvable: si la universidad desapareciese, desaparecería la posibilidad de la crítica; al mismo tiempo, su existencia es una prueba -y más: una garantía- de la permanencia del objeto de la crítica, es decir, de aquello cuya desaparición se desea. La rebelión juvenil oscila entre estos dos extremos: su crítica es real, su acción es irreal. Su crítica da en el blanco pero su acción no puede cambiar a la sociedad e incluso, en algunos casos, lejos de atraer o de inspirar a otras clases, provoca regresiones como la de las elecciones francesas en 1968.
La acción de los gobiernos, por su parte, posee la opacidad de todos los realismos a corto plazo y que, a la larga, producen los cataclismos o las decadencias. Fortalecer el statu quo es fortalecer un sistema que crece y se extiende a expensas de los hombres que lo alimentan: a medida que aumenta su realidad, aumenta nuestra irrealidad. La ataraxia, el estado de ecuánime insensibilidad que los estoicos creían alcanzar por el dominio de las pasiones, la sociedad tecnológica la distribuye entre todos como una panacea. No nos cura de la desdicha que es ser hombres pero no significa con un estupor hecho de resignación satisfecha y que no excluye la actividad febril. Sólo que la realidad aparece cada vez con mayor furia y frecuencia: crisis, violencias, explosiones. Año axial, 1968 mostró la universidad de la protesta y su final irrealidad: ataraxia y estallido, explosión que se disipa, violencia que es una nueva enajenación. Si las explosiones son parte del sistema, también lo son las representaciones y el letargo, voluntario o forzado, que las sucede. La enfermedad que roe a nuestras sociedades es constitucional y congénita, no algo que le venga de afuera. Es una enfermedad que ha resistido a todos los diagnósticos, lo mismo a los de aquellos que se reclaman de Marx que a los de aquellos que se dicen herederos de Tocqueville. Extraño padecimiento que nos condena a desarrollarnos y a prosperar sin cesar para así multiplicar nuestras contradicciones, enconar nuestras llagas y exacerbar nuestra inclinación a la destrucción. La filosofía del progreso muestra al fin su verdadero rostro: un rostro en blanco, sin facciones. Ahora sabemos que el reino del progreso no es de este mundo. El paraíso que nos promete está en el futuro, un futuro intocable, inalcanzable, perpetuo. El progreso ha poblado la historia de las maravillas y los monstruos de la técnica pero no ha deshabitado la vida de los hombres. Nos ha dado más cosas, no más ser.
El sentido profundo de la protesta juvenil –sin ignorar ni sus razones ni sus objetos inmediatos y circunstanciales– consiste en haber opuesto al fantasma implacable del futuro la realidad espontánea del hora. La irrupción del ahora significa la aparición en el centro de la vida contemporánea, de la palabra prohibida, la palabra maldita: placer. Una palabra no menos explosiva y no menos hermosa que la palabra justicia. Cuando digo placer no pienso en la elaboración de un nuevo hedonismo ni en el regreso a la antigua sabiduría sensual –aunque lo primero no sea desdeñable y lo segundo sea deseable– sino la revelación de esa mitad obscura del hombre que ha sido humillada y sepultada por las morales del progreso: esa mitad que se revela en las imágenes del arte y del amor. La definición del hombre como un ser que trabaja debe cambiarse por la del hombre como un ser que desea. Esa es la tradición que va de Blake a los poetas surrealistas y que los jóvenes recogen: la tradición profética de la poesía de Occidente desde el romanticismo alemán. Por primera vez desde que nació la filosofía del progreso de las ruinas del universo medieval, precisamente en el seno de la sociedad más avanzada y progresista del mundo, los Estados Unidos, los jóvenes se preguntan sobre la validez y el sentido de los principios que han fundado en la Edad Moderna. Esta pregunta no revela ni odio a al razón y a la ciencia ni nostalgia por el periodo neolítico (aunque el neolítico fue, según Levi-Strauss y otros antropólogos, probablemente la única época feliz que hayan conocido los hombres). Al contrario, es una pregunta que sólo una sociedad tecnológica puede hacerse y de cuya contestación depende la suerte del mundo que hemos edificado: pasado, presente y futuro, ¿cuál es el verdadero tiempo del hombre, en dónde está su reino? Y si su reino es el presente, ¿cómo insertar el ahora, por naturaleza explosivo y orgiástico, en el tiempo histórico? La sociedad moderna ha de contestar a estas preguntas sobre el ahora –ahora mismo. La otra alternativa es perecer en un estallido suicida o hundirse más y más en el ruinoso proceso actual en el que la producción de bienes amenaza ser ya inferior a la producción de desechos.