Ensayos cortos del escritor colombiano Hernando Téllez. Breves ensayos sobre temas varios. Los siguientes ensayos son parte de la colección «Inquietud en el mundo»
Inquietud en el mundo. Fragmentos (Publicado en 1943)
La pedagogía de todas las épocas tiene una divisa que se expresa de esta manera: hacer hombres de los niños, formar hombres, crear hombres. Es una divisa más o menos especiosa, sobre la cual, según parece, se hallan acordes todas las escuelas del magisterio, todas las tendencias filosóficas, todos los credos científicos. De la aplicación estricta de esa divisa se derivan no pocos de los graves y chocantes errores que llenan la historia de la cultura, de la educación de los pueblos.
La tendencia a modelar psicológicamente a un niño, de acuerdo con la norma de los adultos, es sencillamente funesta. Y resulta cruel y dolorosa en todos los casos. Dejar que los niños sean niños y defenderles, estimularles esa condición con todas sus características, con todas sus consecuencias, parece mejor y más lógico. A la monótona admonición familiar: «Tienes que portarte como un hombre», debiera suceder esta otra: «Tienes que portarte como un niño». La dificultad de una posición magistral de esta índole, es bien grande. A los hombres les resulta más cómodo que el mundo gire en torno suyo a su imagen y semejanza. Y por ello cuando se tropiezan con el cerrado, el misterioso mundo de la infancia, resuelven el problema por la línea de la menor resistencia, que es la de la imposición de su lógica, sobre la imprevista lógica infantil.
El idioma y el pueblo
La evolución popular de los idiomas -y parece que no hay otro género de evolución al respecto -es un fenómeno que se presta a sabrosas y excelentes consideraciones de variada índole. Ante todo está el hecho de la fácil y rápida aclimatación social -llamémosla así de los nuevos giros, de las nuevas expresiones, de las nuevas metáforas, de los nuevos tropos, de los nuevos materiales con que se va enriqueciendo, dicen unos, con que se va desfigurando, dicen otros, el respectivo idioma, gracias al concurso de circunstancias exteriores, impuestas por la vida misma de las sociedades humanas y su desarrollo o su decadencia.
La misión de las academias del lenguaje ha sido denigrada muchas veces, con notoria ligereza e injusticia, tomando como base un error inicial de apreciación. No es cierto que las academias de tal índole, según reza la mayoría de sus estatutos, tengan por finalidad exclusiva montar la guardia en el palacio de los idiomas, controlar con su policía el uso y el abuso de las palabras, expedir para ellas un seguro de viday extender para otras, para muchas otras, una solemne partida de defunción.
No. La verdadera misión de las academias podría ser más simple y más útil: dar carta de naturaleza a las adquisiciones que la evolución del lenguaje hace para sí. Es ésa una misión a la cual -no puede esquivarse ninguna academia, ni ningún académico, cualquiera que sea su autoridad o su prestigio, porque el verdadero dueño del idioma, su maestro de mil cabezas, el que impone sus cambios, determina la vigencia de ciertas peculiaridades, organiza su desarrollo, altera su fisonomía, modifica el sentido de los términos, sustituye eficazmente el uso antiguo por el uso nuevo, toma elementos foráneos y los asimila al genio típico de la lengua, sustituye, reemplaza, destruye y crea nuevas realidades, es el pueblo, la masa amorfa de cada nación.
Menosprecio por la cultura
En Colombia, especialmente en los grandes centros urbanos, empieza a sentirse un mal de origen europeo: la desgana del libro. No es una fatiga intelectual, en sentido riguroso, sino una laxitud del intelectualismo.
La gente no quiere aprender más, quiere, a lo sumo, informarse, pero de prisa. En los escaparates de las librerías crece, en proporciones abrumadoras, la inmensa montaña de los libros que no van a ser adquiridos jamás, que no van a ser leídos nunca, que se convertirán en una reserva monstruosa y de lujo para los roedores.
Empezamos también aquí a menospreciar el libro y, por lo tanto, a leer vertiginosamente, poseídos de una angustia fáustica, como sila vida debiera abandonarnos en la hora que sigue. Leemos como si nos encontráramos espiritualmente ubicados en una estación de ferrocarril, con el tren ya jadeante esperándonos para un viaje del cual lo único cierto es la imposibilidad del retorno. Hemos perdido la pausa y, desde luego, la capacidad para el largo esfuerzo, aquél que no se cumplirá jamás en minutos o en segundos y que requiere para su armoniosa culminación muchas derrotas circunstanciales del ánimo y una regia dotación de paciencia. La urgencia del tiempo presente ha traído como
consecuencia el imperio del esfuerzo mínimo. De ahí nace también la
desentrenada admiración por la síntesis. Se quiere, se desea con vehemencia
jubilosa que todo sea sintético, breve, fácil, esquemático, elemental,
sumario, desde el traje de las bañistas hasta la teoría del filósofo. Los viajes deben ser rápidos, o lo que es igual, cortos. Se prefiere el ahorro de muchos paisajes, la privación de muchas emociones que podían ser imperecederas y convertirse en fuentes de creación artística, al placer casi siempre irrazonable, de llegar, de arribar, de poder comprobar, deberíamos decir de palpar, el cambio súbito entre el punto de partida y el punto a donde vamos.