Miguel de Unamuno fue un célebre escritor y filosofo español perteneciente a la generación del 98. Los ensayos cortos de Unamuno que aquí se presentan, tienen la intención de brindar un acercamiento a la obra del escritor español.
A continuación, reproducimos algunos fragmentos de sus más conocidos ensayos
Ensayo «En torno al casticismo»
«Tomo aquí los términos castizo y casticismo en la mayor amplitud de su sentido corriente.
Castizo, deriva de casta, así como casta del adjetivo casto, puro. Se aplica de ordinario el vocablo casta á las razas ó variedades puras de especies animales, sobro todo domésticas, y así es como se dice de un perro que es « de buena casta », lo cual originariamente equivalía a decir que era de raza pura, íntegra, sin mezcla ni mesticismo alguno. De este modo castizo viene a ser puro y sin mezcla de elemento extraño. Y si tenemos en cuenta que lo castizo se estima como cualidad excelente y ventajosa, veremos cómo en el vocablo mismo viene enquistado el prejuicio antiguo, fuente de miles de errores y daños, de creer que las razas llamadas puras y tenidas por tales son superior á las mixtas, cuando es cosa probada, por ensayos en castas de animales domésticos y por la historia además, que si bien es dañoso y hasta infecundo á la larga todo cruzamiento de razas muy diferentes, es, sin embargo, fuente de nuevo vigor y de progreso todo cruce de castas donde las diferencias no preponderen demasiado sobre el fondo de común analogía.
Se usa lo más á menudo el calificativo de castizo para designar á la lengua y al estilo. Decir en España que un escritor es castizo, es dar á entender que se le cree más español que á otros.
Ensayo «Por tierras de Portugal y España»
Alguna vez he escrito, hablando del socialismo, que comprendo muy bien se haga uno socialista por amor a los ricos tanto como por amor a los pobres, pues lo que liberte a éstos de su pobreza libertará de su riqueza a aquéllos. Y así comprendo que en las convicciones republicanas de alguien entre por algo un cierto sentimiento de compasión hacia los pobrecitos reyes, tomando en cuenta que aquello que liberte a los buenos pueblos de los malos reyes, libertará a los buenos reyes de los malos pueblos.
Y es tal la condición de los reyes, que nadie estima los atentados de que son objeto al mismo nivel que cualquier otro atentado a un particular. «Son gajes del oficio», dicen que dijo don Alfonso XII después de uno de los atentados contra él dirigidos. Aun considerado como crimen el regicidio, hay que convenir en que la mayoría de las veces es un crimen de derecho público, no de derecho privado.
Y en este caso concreto del regicidio de don Carlos, no se debe perder de vista que se ha llevado a cabo en un pueblo como Portugal, donde está abolida hace tiempo la pena de muerte y donde ha llegado a haber disturbios públicos para impedir que se ejecutara a un condenado a ella. Es una prueba más de lo que es la ira del manso.
En ese pueblo dulce, apacible, sufrido y resignado, pero lleno por dentro de pasión, los crímenes de sangre son raros, muy raros, rarísimos, pero entre los que ocurren suele haberlos mucho más atroces y violentos que aquí, en España, donde, por desgracia, son tales crímenes más frecuentes, mucho más frecuentes que allí.
No me cabe duda de que a más de un lector habrá de parecerle un poco implacable y no del todo piadoso este epitafio. Creo, sin embargo, que la suprema piedad es la de la verdad, y he procurado decir lo que dentro de dos, de cuatro o de veinte años diría sobre esta muerte. Un rey es siempre un sujeto histórico, tal como esto entendemos. Y el dolor que su muerte causa, aun en sus parientes, deudos y amigos –cuando los tiene verdaderos–, es un dolor histórico, o, mejor dicho, es un dolor litúrgico y oficial. Al ponerles el terrible Hado fuera de la condición general doméstica de los demás hombres, les ha puesto fuera de los comunes sentimientos domésticos.
Del sentimiento trágico de la vida de Miguel de Unamuno
Homo sum: nihil humani a me alienum puto, dijo el cómico latino. Y yo diría más bien, nullum hominem a me alienum puto; soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño. Porque el adjetivo humanus me es tan sospechoso como su sustantivo abstracto humanitas, la humanidad. Ni lo humano ni la humanidad, ni el adjetivo simple, ni el sustantivado, sino el sustantivo concreto: el hombre. El hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere -sobre todo muere-, el que come y bebe y juega y duerme y piensa y quiere, el hombre que se ve y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano. Porque hay otra cosa, que llaman también hombre, y es el sujeto de no pocas divagaciones más o menos científicas. Y es el bípedo implume de la leyenda, el zoon politikon de Aristóteles, el contratante social de Rousseau, el homo oeconomicus de los manchesterianos, el homo sapiens de Linneo o, si se quiere, el mamífero vertical. Un hombre que no es de aquí o de allí ni de esta época o de la otra, que no tiene ni sexo ni patria, una idea, en fin. Es decir, un no hombre.
El nuestro es otro, el de carne y hueso; yo, tú, lector mío; aquel otro de más allá, cuantos pensamos sobre la Tierra.
Y este hombre concreto, de carne y hueso, es el sujeto y el supremo objeto a la vez de toda filosofía, quiéranlo o no ciertos sedicentes filósofos.
En las más de las historias de la filosofía que conozco se nos presenta a los sistemas como originándose los unos de los otros, y sus autores, los filósofos, apenas aparecen sino como meros pretextos. La íntima biografía de los filósofos, de los hombres que filosofaron, ocupa un lugar secundario. Y es ella, sin embargo, esa íntima biografía la que más cosas nos explica.
Cúmplenos decir, ante todo, que la filosofía se acuesta más a la poesía que no a la ciencia. Cuantos sistemas filosóficos se han fraguado como suprema concinación de los resultados finales de las ciencias particulares, en un período cualquiera, han tenido mucha menos consistencia y menos vida que aquellos otros que representaban el anhelo integral del espíritu de su autor.
Y es que las ciencias, importándonos tanto y siendo indispensables para nuestra vida y nuestro pensamiento, nos son, en cierto sentido, más extrañas que la filosofía. Cumplen un fin más objetivo, es decir, más fuera de nosotros. Son, en el fondo, cosa de economía. Un nuevo descubrimiento científico, de los que llamamos teóricos, es como un descubrimiento mecánico; el de la máquina de vapor, el teléfono, el fonógrafo, el aeroplano, una cosa que sirve para algo. Así, el teléfono puede servirnos para comunicarnos a distancia con la mujer amada. ¿Pero esta para qué nos sirve? Toma uno el tranvía eléctrico para ir a oír una ópera; y se pregunta: ¿cuál es, en este caso, más útil, el tranvía o la ópera?
La filosofía responde a la necesidad de formarnos una concepción unitaria y total del mundo y de la vida, y como consecuencia de esa concepción, un sentimiento que engendre una actitud íntima y hasta una acción. Pero resulta que ese sentimiento, en vez de ser consecuencia de aquella concepción, es causa de ella. Nuestra filosofía, esto es, nuestro modo de comprender o de no comprender el mundo y la vida, brota de nuestro sentimiento respecto a la vida misma. Y esta, como todo lo afectivo, tiene raíces subconscientes, inconscientes tal vez.
No suelen ser nuestras ideas las que nos hacen optimistas o pesimistas, sino que es nuestro optimismo o nuestro pesimismo, de origen filosófico o patológico quizá, tanto el uno como el otro, el que hace nuestras ideas.
El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado.
Y así, lo que en un filósofo nos debe más importar es el hombre.